12 junio 2025

El realismo social no está muerto

 Los horarios atroces, los bajos sueldos, la violencia, la falta de expectativas y la repetitividad es lo que está en el centro de esta novela. Cosas viejas a las que a nuestra literatura le hace tanta falta visitar, aunque sea de vez en cuando.

Pilar Arteaga. Call center. Valparaíso: Emergencia Narrativa, 2024, 90 páginas.

El trabajo es la gran ausencia en la novela chilena del siglo XXI. En una cantidad impresionante de historias los y las protagonista no manifiestan grandes preocupaciones por su situación laboral, convertida en una parte del decorado, que se menciona al pasar, que no alcanza a interrumpir el relato de problemas familiares, sentimentales o metafísicos. De trabajar nada y qué decir de dramas o angustias provocados por el hecho de tener que estar obligados a continuar en esa actividad por necesidad económica. Esta es una constatación investigativa, que extrañamente lleva a gestos de asombro y hasta ira, si una plantea que la novela chilena es burguesa; es decir, llena de sujetos y sujetas para quienes las condiciones materiales de existencia son un tema resuelto o medianamente resuelto. Obvio que hay excepciones y en general muy buenas, pero la dominancia está clara ¿Será muy poco riguroso o muy poco intraliterario decir que nuestra literatura está llena de autores y autoras que parece que no le han trabajado un día a nadie o si lo han hecho casi siempre son labores onderas que les otorgan más estatus que problemas?

Por eso llama tanto la atención que una novela considere el trabajo como una actividad donde la violencia se ha convertido en norma. La falta de expectativas y repetitividad es aquello que está en el centro de Call center de Pili Arteaga. Libro protagonizado por una joven trabajadora de un centro de llamadas, soltera y que vive con su madre y hermana en un apartado barrio de la ciudad capital. Aquí la cosa es simple, sin rodeos: el trabajo es un lugar de explotación altamente deshumanizado, donde cada sujeto/a puede ser reemplazado. Esta incertidumbre permite que los trabajadores/as vivan intentando, bajo el terror del despido, mantenerse a salvo.

Salarios miserables, malos tratos, ignorancia de leyes laborales, jornadas desmesuradas son algunos de los subtemas que el relato propone y desarrolla con severidad. La tristeza empapa esta vida, donde todo parece perdido. Las atmósferas son oscuras, tanto así que la historia se inunda de un tono pesadillesco y desesperanzado, aunque no todo resulta perdido. Un férreo discurso crítico se levanta como la última posibilidad de dar sentido a una existencia que ve todas las puertas del futuro cerradas.

Quizás por eso la voz principal remarca su clase y género, es decir una explotada en todo el sentido de la palabra y por ello da relevancia a las condiciones reales de sobrevivencia. La historia se enfoca en un tramo de la vida de una protagonista que se debate entre la necesidad de insertarse en la maquinaria laboral o dejarse llevar por un mínimo anhelo de respeto. El personaje solo quiere condiciones dignas para ella y sus compañeros de trabajo, una pequeña comunidad imposibilitada de generar demandas. Solo hay dos opciones: aceptar las cosas tal como están o marcharse. Mantenerse en ese inferno es morir de a poco, como señala la voz central: “mi suprema cobardía es superior a mi valor. No tengo madera de heroína pero sí de ser humano. Y deseo, deseo tanto que a veces duele al respirar, pero no mata. Solo aprieta, cada día un poquito más, pero sin quebrar el cuello lo suficientemente fuerte como para morir”.

Arteaga emplea una temporalidad que se alarga y tiende a la reiteración de los hechos, donde no hay cortes que marquen el fin de una secuencia o la llegada a una cumbre dramática. El relato se transforma así en un flujo continuo en torno al malestar laboral y afectivo de la telefonista y su discurso crítico cargado de rabia: “Transo mi tiempo y mi energía por un poco más del sueldo mínimo, lo suficiente como para pagar mis medicamentos, los cigarrillos y una que otra salida en los pocos días libres que tengo”.

La narración va y viene entre el subjetivismo y el objetivismo. En párrafos seguidos, conviven ambos enfoques, el de la crítica social y los deseos íntimos, el relato de experiencias impuestas y experiencias anheladas: “La arena está húmeda, el viento silba, el sol te quema y el aire es podrido. Amo el mar chileno, qué te puedo decir. Cierro los ojos un momento. Hay un ventilador puesto. El viento roza mis orejitas: tiene olor a mar, la sal hecha polvillo fino para que mi organismo mate por un poquito más. Suena una ola y moja mis pies, es helado y es maravilloso”. Escapar, mediante la ensoñación, hacia un lugar costero. Sin embargo, todo está infiltrado de una realidad apesadumbrada de la que cuesta mucho huir, por eso el “aire podrido”. Aun así, la catarsis se produce, es decir con algo de esfuerzo el deseo surge. Un deseo que ni siquiera da para utopía, nada más que un humilde y angustioso anhelo.

Una de los aciertos más interesantes del volumen radica en que este trabajo atroz no solo es un jornada eterna, es mucho más que eso, porque contamina toda la existencia de la protagonista: “Una micro, dos micros, metro, subir y bajar escaleras con las manos congeladas metidas en los bolsillos, cargar la Bip, pasar la Bip por el validador, $720 por viaje en horario valle ni hablar del horario punta cuando pagas $800 y fracción por ir atrapada en un vagón con más personas que el máximo permitido”. El diario vivir de una ciudad que necesita ser alimentada por una comunidad invisible que circula sin descanso en un ir y venir eterno y angustiante.

La autora arma una trama donde la acción es prácticamente nula, reproduciendo con ello, la monotonía de su oficio. Aquello que podría significar error sin vuelta, actúa de manera inversa, porque se transforma en el ritmo de una vida regida por una terrible rutina. Narrar con calma, elaborar atmósferas claustrofóbicas, configurar una vida común sin victimizarse, sino acudiendo a la verosimilitud de la intimidad es un gran logro. En especial, si pensamos que es una primera novela.

El realismo social se niega a morir y cada tanto nos vuelve a sorprender con lo que ha sido su impronta desde siempre: la vida acosada por lo poderes, la explotación laboral, las precarias condiciones materiales de existencia, el trabajo deshumanizante. Cosas viejas a las que a nuestra literatura le hace tanta falta visitar, aunque sea de vez en cuando. Y como no podía ser de otra manera esta novela no ceja en su crítica social para levantar una pequeña esperanza, puesta ahí quizás solo para que la oscuridad no sea total.

 

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