La crueldad enmascarada: El sótano rojo de Jorge Baradit
En El sótano rojo Baradit se burla con ganas de los familiares de los detenidos desaparecidos y como si no fuera suficiente se ríe del feminismo, lo mapuche y el mundo popular.
Todo indica que con esta nueva novela Jorge
Baradit comienza a dejar atrás algunas de sus obsesiones, explorando nuevos
escenarios. Pero esto no surge de una búsqueda estética ni nada parecido, es
más bien una adecuación a las nuevas condiciones del mercado y a las exigencias
de una clientela que pudo haberse aburrido de esa sobrecargada prosa esotérica sci-fi
llena de símbolos elegidos para promover un discurso filonazi-friki. Una
prosa que fue exitosa en la primera década de este siglo, pero como sabemos el
mercado es implacable y su mantra es renovarse o morir. Así que en esta ocasión
el mayor mérito de Baradit es tratar de no parecer envejecido u obsoleto y, como
buen comerciante de la palabra escrita, parece haberse dado cuenta del cambio
de escenario. Al contrario de los 2000 donde era menos evidente, hoy el
discurso público está saturado de falsedades, falacias, discriminaciones y
aberraciones de todo tipo, expresadas de manera pedestre, simple, directa. No
más rodeos ni símbolos a destajo. Vamos ahora por la literalidad.
En El sótano rojo Baradit se
burla con ganas de los familiares de los detenidos desaparecidos y como si no
fuera suficiente se ríe del feminismo, lo mapuche y el mundo popular. Una verdadera masacre, al estilo de la nueva
ultraderecha, que utiliza la literatura para levantar una discursividad
fascista que banaliza todo, menos su mito más querido, es decir, su adoración
por las figuras masculinas despiadadas, que ahora proyectan su poder más allá
de la muerte.
La protagonista y narradora es Tamara, cuyo
nombre es un vulgar guiño a la famosa rodriguista, vivió el exilio en Francia.
En su presente ha retornado a Chile junto a su padre, decano de una prestigiosa
universidad. Estamos a comienzos de los 90; Tamara estudia arquitectura, tiene
un novio izquierdista y está obsesionada con descubrir el paradero de su madre,
mirista y detenida desaparecida desde 1977.
Tamara es una mujer infantilizada, histérica,
ingenua, obsesiva, irracional, ignorante, abortista, racista y clasista. Tamara
no duda en referirse así a su novio: “indio de mierda, comunista hediondo a
marihuana”. Mientras ella se autodefine como: “toda francesa buscando por
Santiago un café decente” o “Es cierto, me emocionan los discursos de Allende.
La historia la hace el pueblo; viva el pueblo, vivan los trabajadores. Pero no
soporto esta hediondez, el sudor, sus miradas viscosas”. Finalmente, respecto a
lxs chilenxs del mundo popular, los fulmina con estas palabras: “Son feos,
huelen a genitales o a vino; las mujeres también son gordas, figuras de la edad
de piedra rematadas con una mata de pelo teñido rubio color paja, mujeres que
solo se diferencian de los hombres porque son más chillonas, se pintan la cara
y usan falda”, “El paseo Ahumada es más raro que la cresta. Está lleno de
chilenos y los chilenos son feos, de brazos y piernas cortos, con el abdomen
hinchado y manos diminutas”. Pese a todo esto, Tamara vive como una
disciplinada izquierdista.
Es aquí donde ya se escucha la excusa del tipo:
“no entendiste la ironía”, “es una parodia” y etc., como si la parodia y el
sarcasmo fueran un antídoto mágico que por sí solos ahuyentaran los contenidos
discriminadores y misóginos. El volumen insistirá en la configuración negativa
de la protagonista y de otros personajes con la débil excusa de una ironía que
supuestamente todo lo aguanta. Mediante el seudo humor, la narración se las
rebusca para materializar un genérico mujer que caracterizada como bruja,
traidora y estúpida. Una de las escenas que mejor grafican este machirulismo se
ve cuando Tamara discute con Raúl, en los siguientes términos: “Me sentí
asquerosa y quería agarrarlo a palos. Tomé el cenicero y se lo tiré a la
cabeza. Fallé.
—¡Cálmate, Tamara, por la cresta!
—¡Nada de cálmate, hijo de puta, estamos
hablando de violación!
—¡Tú te acercaste a mí y empezaste a
toquetearme!
—¡Mentira, no me acuerdo... pero mentira!
—aunque lo veo tan desconcertado que una pequeña luz de duda empieza a abrirse
paso a través de mi furia. Además, este huevón es un pan de Dios. Me calmo un
poco, la cabeza corre a mil por hora, me siento cubierta por una capa de aceite
y gérmenes. Quiero ducharme”. El pobre hombre es sometido a una falsa denuncia
de violación, por suerte ella pudo ver la luz y darse cuenta que atacaba a un
masculino “más bueno que el pan”.
En oposición a femenino degradado, está el
ensalzamiento de la masculinidad. Los hombres son templados, racionales y
pragmáticos. Esto llega al extremo en la forma como la novela conforma a los
represores, prácticamente unos superhombres. Es tanta su grandiosidad que aún
tras su muerte siguen con su labor criminal, inspirando temor, torturando,
asesinando y justificando las razones de su actuar.
Es cierto que Baradit evoluciona, pero no se
olvida de sus clichés más queridos. Así, otra vez aparecen, sin necesidad
alguna para la historia, los hechos del Seguro Obrero, nazis en el sur de
Latinoamérica y, por supuesto, el Führer, que a esta altura viene siendo su
amuleto. En términos de escritura, hay algunas novedades, porque elabora a la
protagonista con mayor dedicación. En sus anteriores producciones, los
personajes han sido siempre símbolos. Tamara, es, por supuesto, una
mujer-símbolo, pero también una mujer común. Además esta vez incluso los
diálogos son más fluidos.
La otra novedad importante es el carácter
didáctico de la narración, mucho más evidente que en sus antiguos textos. Eso
del gurú nazi lisérgico lleno de imágenes, ya fue. Ahora, se trata, como se ha
dicho, de ser entendible y para ello hay que hablar más claro y entretener a
los lectores. Nada mejor entonces que una anécdota con fantasmas y terror. Aunque
esto es solo una fachada, ya que en el fondo hay una manipulación del género
con la finalidad de levantar una propuesta política que justifican el Golpe, la
dictadura y la violencia. Aquí resulta llamativo el detallismo de las escenas
de tortura, una suerte de recreación perversa, obscena y sin contrapeso alguno.
Es tal el desnivel entre Tamara y estos personajes aborrecibles que
discursivamente el texto no puede dejar de inclinar su verdad hacia la justificación
de la historia maldita del país.
Pero entremos de lleno en lo sobrenatural,
porque ahí la cosa se pone peor. La contratación de los servicios de una
vidente mapuche que viven en Puente Alto, con uñas sucias, ropa grasienta, olor
a orina, que además se alimenta con “comida de neandertales”, es el gran
detonante del universo fantasmal. La vidente llega a la casa de los abuelos de
la joven para realizar un ritual que permita conocer el paradero de Alejandra,
la madre de la protagonista. La casa en cuestión es una suerte de organismo
vivo en la que coexisten diversos tiempos y fantasmas de agresores y víctimas y
donde se vuelve casi imposible descender al círculo mayor del infierno.
Las secuencias donde predominan los espectros son
innumerables, extenuantes, simples, poco llamativas. Igualmente, las etapas del
ritual de la bruja son risibles, propias de una imaginación agotada; el autor se
plagia y acude a intertextualidades de un nivel en extremo básico. Porque
asociar Tamara con Cecilia Magni, Raúl (su novio) con Pellegrini, la casa
embrujada con Poltergeist y el descenso al círculo infernal de Dante es
de novatos del más bajo nivel. De igual manera, establecer una crítica
encubierta a un posible gobierno de niños acomodados es de una obviedad supina.
A partir de esto, se puede plantear que la
novela no tiene ningún valor literario, pero sí logra exponer con claridad e
insistencia cuatro ejes fundamentales: la denigración de la mujer, la
patologización de la búsqueda de detenidos desaparecidos, la justificación del
golpe y la dictadura y la imposibilidad de superar el fracaso del país debido a
su mala raza. Respecto a la mirada proyectada sobre los delitos en derechos
humanos es la del justo castigo. Lxs militantes se merecían la muerte debido a
su absurdo proceder. La novela expone a victimarios y víctimas atrapadas en un
presente continuo. Esta suerte de destino paritario es apenas una débil cáscara
ya que el poder se encuentra para siempre en manos de los agentes de la
dictadura.
Mediante una operación de camuflaje el volumen
intenta pasar gato por liebre o, dicho en términos más académicos, generar
ambigüedad sobre la ideología autoral. Esto, supuestamente, impediría una toma
de partido, al instaurar una suerte de anarquismo, una lucha contra todos los
poderes que se pongan por delante. Sin embargo, esta propuesta fracasa, porque
el lugar desde donde se narra este libro resulta evidente. Y eso es lo más
penoso: la necesidad de enmascararse de anarquista o nihilista (estoy contra
todos, no respeto nada y blablablá) para jugar a escondidas la carta del
fascista más extremo.
Baradit elabora una novela infame, casposa, blindada
en un seudoanarquismo racista, misógino, aporofóbico, que aborrece todo aquello
que suene a comunidad “subversiva”. La narración, además, utiliza como ratas de
laboratorio a los detenidos desparecidos, para probar su tesis sobre los errores
de la izquierda chilena. El supranarrador de esta novela, anhela un orden
autoritario, en apariencias odia las castas, pero las promueve mediante una
propuesta de higienización de la mugre social, la cual será castigada en este
mundo y en el de más allá.
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