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31 octubre 2024

Entre el traidor y el héroe: El último neógrafo de Ignacio Álvarez

La novela opta por una ironía cuya intencionalidad siempre tiene una función crítica, que permite asir la realidad desde un ángulo que atenúa su condición trágica. Una producción particular, una suerte de artefacto literario, político y contracultural chispeante y agudo hasta la médula. 



Álvarez, Ignacio. El último neógrafo. Santiago: Laurel, 2024, 200 páginas.

Una manera original para abordar la trágica y a veces esperpéntica identidad nacional posee Ignacio Álvarez. Su novela no solo es divertida, sino también extravagante y por sobre todo profunda. Extrañamente esta combinación funciona a pesar de las complejidades que implica no caer en el humor facilista, el frikismo y el exhibicionismo erudito. Por lo mismo El último neógrafo se convierte en una rara avis en el amargo paisaje narrativo chileno.

En la novela, que transcurre hacia finales del siglo XIX, el lado irrisorio de la realidad resulta compensado con la seriedad temática y discursiva en la que se inscribe el propio personaje central, Juan Marín. Oriundo de Los Ángeles, educado por un sacerdote capuchino, hijo de una madre europea y un cacique mapuche. Marín escapa de su región debido a un problema de índole familiar y político. Su andar casual lo lleva a refugiarse en Valparaíso. Pese a guardar un estricto voto de silencio voluntario, surgido quizás como una forma de protección o producto de la desconfianza que le da su nuevo entorno, encuentra un trabajo estable como aseador de un banco.

Sin embargo, surge un hecho que cambiará la vida del protagonista para siempre: conoce a los neógrafos. Un grupo de trabajadores anarquistas que sostienen una teoría lingüística heredada de su fallecido maestro, su profesor del liceo. Según él: “No ai ninguna rrasón lógika para ke el árbol se yame árbol, el keso i el ekseso. La kosa kon rramas i ojas, la kosa kon oyos i olores i también el superábit perfektamente podrían tener otros nombres más beyos o simplemente más serkanos a sus esensias. El idioma, Kanserbero del pensamiento, las atrapa i las arrinkona para ke tengamos ke desir, obligados, árbol, keso i ekseso” (sic).

Álvarez posee un estilo de escritura fluida, precisa, directa en sus configuraciones de personajes, contextos y, principalmente, en la exposición de las reflexiones de su protagonista. A lo anterior hay que sumar dos elementos importantes. El primero, son las tretas que utiliza para embaucarnos sobre la voz narrativa, las que tuercen de manera importante y valiosa el destino de la historia. No conforme con eso, el libro suma un segundo nivel, ahora estructural: la narración dentro de la narración, al modo de una muñeca rusa. Aunque de manera contenida, el relato central admite diversas micronarraciones, las cuales van aportando una complejidad completamente funcional a la historia central. Álvarez sabe mantener bajo control su entusiasmo imaginativo, sin dejarse arrastrar por un desborde anecdótico que solo dañaría al volumen.

Los neógrafos son unos tipos acogedores, queribles, en apariencias incapaces de matar una mosca. Obedientes a la doctrina del maestro, el grupo promovía un contrapunto entre su visión sobre el lenguaje y la sociedad. En uno de sus panfletos, proponían lo siguiente: “La ortografía irrasional se sostiene en una rregla arbitraria ke no tiene una fundamentasión rrasonable. Esa rregla es la etimolojía, es desir, la kostumbre” (sic). A renglón seguido agregaban: “La sosiedad eksplota a los oprimidos sobre la base de una rregla arbitraria ke no tiene una fundamentasión rrasonable. Esa rregla es la tradisión, es desir, la kostumbre” (sic).  

Marín ha sido elegido por los neógrafos para liderar un atrevido plan. A partir de entonces, la novela se encamina a planificar y ejecutar un proyecto sustentado en el cambio rotundo del lenguaje y la sociedad. Aun cuando se podría argüir que Marín se convence demasiado pronto ante los argumentos de los neógrafos, es notorio que era tierra fértil para la ideología del grupo desde antes de la propuesta: “Todo lo que le ocupaba la cabeza tenía tintes enormes, trágicos o sublimes: su madre, su padre, el pueblo mapuche, la patria, el capitalismo, la violencia, la salvación de los pobres”.

Con este material, el camino fácil era ridiculizar al protagonista y a los neógrafos, cargando todo de un halo de burla. Sin embargo, la novela opta por una ironía cuya intencionalidad siempre tiene una función crítica, que permite asir la realidad desde un ángulo que atenúa su condición trágica, pero no por ello menos polémico con lo real.

Solo a partir de esto se puede comprender la tesis central del volumen: la revolución del lenguaje está en la base de la revolución social. El lenguaje será la primera etapa de un rotundo giro político. Para los neógrafos corroer la estructura dominante implicará intervenir materialmente en la destrucción de los símbolos del poder.

El problema ético/político que despliega el volumen, se aleja de cualquier academicismo o elitismo. Manteniendo un tono siempre lúdico, el narrador se las ingenia para realizar un giro epistémico donde las nociones de traición y heroicidad se convertirán en un peso enorme sobre la espalda de Marín. Más aun, es la proximidad entre ambos atributos lo que constituye de la identidad del protagonista. El relato se mueve entre la duda de ser un héroe o un traidor y, en medio de ambas opciones, la culpa hace crecer la desesperación introduciendo nuevos elementos como la validez de lo individual por sobre la responsabilidad colectiva.

Pese al manifiesto compromiso con una idea de sociedad igualitaria, se instala en esta escritura una potente reflexión respecto la validez del ataque frontal contra la injusticia social (también conocido en teoría política como el principio de acción directa) desde una vereda donde la cautela parece ser una frágil veladura dispuesta a romperse con extrema facilidad. 

Mediante un grupo de sujetos menores, fracasados, perdidos en la historia, la novela se reencanta con la utopía. Álvarez se apropia de Manuel Rojas y su Aniceto Hevia llegando a Valpo así como también del imbunche donosiano, las ficciones del margen eltitiana y la esperanzadora propuesta del nunca bien ponderado Nicomedes Guzmán. Este ejercicio de intertextualidad con nuestra producción narrativa consolida aún más a El último neógrafo como una producción particular, una suerte de artefacto literario, político y contracultural chispeante y agudo hasta la médula.  

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