Entre el traidor y el héroe: El último neógrafo de Ignacio Álvarez
La novela opta por una
ironía cuya intencionalidad siempre tiene una función crítica, que permite asir
la realidad desde un ángulo que atenúa su condición trágica. Una producción
particular, una suerte de artefacto literario, político y contracultural
chispeante y agudo hasta la médula.
Álvarez, Ignacio. El último neógrafo. Santiago: Laurel, 2024, 200 páginas.
Una manera original para
abordar la trágica y a veces esperpéntica identidad nacional posee Ignacio
Álvarez. Su novela no solo es divertida, sino también extravagante y por sobre
todo profunda. Extrañamente esta combinación funciona a pesar de las
complejidades que implica no caer en el humor facilista, el frikismo y el
exhibicionismo erudito. Por lo mismo El último
neógrafo se convierte en una rara avis en el amargo paisaje
narrativo chileno.
En la novela, que
transcurre hacia finales del siglo XIX, el lado irrisorio de la realidad resulta
compensado con la seriedad temática y discursiva en la que se inscribe el
propio personaje central, Juan Marín. Oriundo de Los Ángeles, educado por un
sacerdote capuchino, hijo de una madre europea y un cacique mapuche. Marín
escapa de su región debido a un problema de índole familiar y político. Su
andar casual lo lleva a refugiarse en Valparaíso. Pese a guardar un estricto voto
de silencio voluntario, surgido quizás como una forma de protección o producto
de la desconfianza que le da su nuevo entorno, encuentra un trabajo estable
como aseador de un banco.
Sin embargo, surge un
hecho que cambiará la vida del protagonista para siempre: conoce a los neógrafos.
Un grupo de trabajadores anarquistas que sostienen una teoría lingüística heredada
de su fallecido maestro, su profesor del liceo. Según él: “No ai ninguna rrasón
lógika para ke el árbol se yame árbol, el keso i el ekseso. La kosa kon rramas
i ojas, la kosa kon oyos i olores i también el superábit perfektamente podrían
tener otros nombres más beyos o simplemente más serkanos a sus esensias. El
idioma, Kanserbero del pensamiento, las atrapa i las arrinkona para ke tengamos
ke desir, obligados, árbol, keso i ekseso” (sic).
Álvarez posee un estilo
de escritura fluida, precisa, directa en sus configuraciones de personajes,
contextos y, principalmente, en la exposición de las reflexiones de su
protagonista. A lo anterior hay que sumar dos elementos importantes. El primero,
son las tretas que utiliza para embaucarnos sobre la voz narrativa, las que
tuercen de manera importante y valiosa el destino de la historia. No conforme
con eso, el libro suma un segundo nivel, ahora estructural: la narración dentro
de la narración, al modo de una muñeca rusa. Aunque de manera contenida, el
relato central admite diversas micronarraciones, las cuales van aportando una
complejidad completamente funcional a la historia central. Álvarez sabe
mantener bajo control su entusiasmo imaginativo, sin dejarse arrastrar por un desborde
anecdótico que solo dañaría al volumen.
Los neógrafos son unos
tipos acogedores, queribles, en apariencias incapaces de matar una mosca.
Obedientes a la doctrina del maestro, el grupo promovía un contrapunto entre su
visión sobre el lenguaje y la sociedad. En uno de sus panfletos, proponían lo
siguiente: “La ortografía irrasional se sostiene en una rregla arbitraria ke
no tiene una fundamentasión rrasonable. Esa rregla es la etimolojía, es desir,
la kostumbre” (sic). A renglón seguido agregaban: “La sosiedad
eksplota a los oprimidos sobre la base de una rregla arbitraria ke no tiene una
fundamentasión rrasonable. Esa rregla es la tradisión, es desir, la kostumbre” (sic).
Marín ha sido elegido por
los neógrafos para liderar un atrevido plan. A partir de entonces, la novela se
encamina a planificar y ejecutar un proyecto sustentado en el cambio rotundo
del lenguaje y la sociedad. Aun cuando se podría argüir que Marín se convence
demasiado pronto ante los argumentos de los neógrafos, es notorio que era
tierra fértil para la ideología del grupo desde antes de la propuesta: “Todo lo
que le ocupaba la cabeza tenía tintes enormes, trágicos o sublimes: su madre,
su padre, el pueblo mapuche, la patria, el capitalismo, la violencia, la
salvación de los pobres”.
Con este material, el
camino fácil era ridiculizar al protagonista y a los neógrafos, cargando todo
de un halo de burla. Sin embargo, la novela opta por
una ironía cuya intencionalidad siempre tiene una función crítica, que permite
asir la realidad desde un ángulo que atenúa su condición trágica, pero no por
ello menos polémico con lo real.
Solo a partir de esto se
puede comprender la tesis central del volumen: la revolución del lenguaje está
en la base de la revolución social. El lenguaje será la primera etapa de un
rotundo giro político. Para los neógrafos corroer la estructura dominante implicará
intervenir materialmente en la destrucción de los símbolos del poder.
El problema ético/político
que despliega el volumen, se aleja de cualquier academicismo o elitismo.
Manteniendo un tono siempre lúdico, el narrador se las ingenia para realizar un
giro epistémico donde las nociones de traición y heroicidad se convertirán en
un peso enorme sobre la espalda de Marín. Más aun, es la proximidad entre ambos
atributos lo que constituye de la identidad del protagonista. El relato se
mueve entre la duda de ser un héroe o un traidor y, en medio de ambas opciones,
la culpa hace crecer la desesperación introduciendo nuevos elementos como la
validez de lo individual por sobre la responsabilidad colectiva.
Pese al manifiesto compromiso
con una idea de sociedad igualitaria, se instala en esta escritura una potente
reflexión respecto la validez del ataque frontal contra la injusticia social
(también conocido en teoría política como el principio de acción directa) desde
una vereda donde la cautela parece ser una frágil veladura dispuesta a romperse
con extrema facilidad.
Mediante un grupo de
sujetos menores, fracasados, perdidos en la historia, la novela se reencanta
con la utopía. Álvarez se apropia de Manuel Rojas y su Aniceto Hevia llegando a
Valpo así como también del imbunche donosiano, las ficciones del margen
eltitiana y la esperanzadora propuesta del nunca bien ponderado Nicomedes
Guzmán. Este ejercicio de
intertextualidad con nuestra producción narrativa consolida aún más a El último
neógrafo como una producción particular, una suerte de artefacto literario,
político y contracultural chispeante y agudo hasta la médula.
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